La recuerdo de forma bastante
difusa y es normal teniendo en cuenta que según el recordatorio que encontré
entre las páginas de uno de los libros que habían sido de mi padre ella había
fallecido en 1952, en el mes de octubre, cuando tenía yo cuatro años.
Un día abrí aquel libro, muchos
años después de haber fallecido mis padres y de haber hecho la obra y haber
andado moviendo los libros de un lado a otro, desde la librería de puertas de
cristal que siempre había estado en la entrada hasta la actual librería de
escayola blanca, tan fea y tan desangelada, pasando por las escaleras y el
ascensor bajándolos con el resto de las cosas en cajas de cartón para
almacenarlos mientras la casa estaba patas arriba en una habitación que me
prestó una vecina. Era un libro de Galdós, o de Palacio Valdés, o de Concha
Espina encuadernado en tela azul — había muchos encuadernados en tela azul, de
distintos autores, y no me fijé en el título —que al parecer nadie habíamos
abierto en cerca de cincuenta años.
Aquel
día cuando yo lo abrí cayó al suelo un sobrecito de luto, este sobre y así, tal
cual, dirigido a mi padre; con su sello de 5 céntimos (céntimos de peseta) y
sin matasellos ni el nombre de la ciudad, Madrid, por ninguna parte.
Yo
había conocido a su familia; su hermano Julio y su cuñada Isabel y sus sobrinos
Julio y Maruja, con los que ella vivía en la calle de Ibiza, en un piso con dos
balcones que daban a la calle y, a la entrada, la primera puerta a mano
izquierda de un pasillo largo más bien oscuro, tenía una habitación interior,
que daba a un patio, donde los sábados por la tarde mientras mis padres iban al
cine Ibiza, o al Narváez, o al Sainz de Baranda, yo me quedaba con ella y otras
niñas tan pequeñas como yo todas sentadas en sillitas escuchando cosas de las
que ella nos hablaba.
Y porque había
conocido a su familia y a ella como Valentina desde siempre (el siempre de una
niña de cuatro años) y había sabido también de siempre que su apellido era
Luján, y porque en mi recuerdo yo estaba en la idea de que ella había muerto
cuando yo tenía siete años, me desconcertó que el nombre que figuraba en el
recordatorio fuese Dionisia, y que hubiese fallecido en 1952.
Pensé que no
era de ella, pero era ella la única persona de su familia con quien mis padres
habían tenido amistad, con su hermano Julio y su cuñada y sus sobrinos era sólo
el trato que propiciaba la relación con ella; de manera que si Dionisia hubiese
sido, tal vez, una hermana suya a la que no conociésemos no tendría mucho
sentido que nos hubiese nadie enviado un recordatorio y, además, si hubiera
sido así ella, Valentina, hubiese figurado entre los hermanos de la difunta.
Hice memoria a
ver si quedaba alguien de los amigos o conocidos comunes a quien poder preguntar;
pero sólo tenía seguridad de que la hubiesen conocido un poco bien las Pacheco,
las hermanas de Polo la modista y de Juan, el que me llamaba palomita tierna
cuando tenía trece años, o catorce, y a su mujer Charo siempre le daba rabia.
Pero de aquella familia Pacheco todos eran de edades similares a las que
podrían estar teniendo si viviesen mis padres; de manera que ya habrían muerto
casi todos y, aun suponiendo que no, hacía bastante que yo había perdido todo
contacto con ellos y no tenía ganas ningunas de reanudarlo.
Otra cosa que
me desconcertaba es que yo recordaba un día de sol, con color de verano, en
Manzanares, en el corral de la calle de la Pólvora donde vivía la tía Felipa.
Yo estaba en el
corral, de cantos rodados y el olor del establo de las vacas, con las gallinas
correteando y, en las cuadras del fondo, junto a las escaleras que subían al
pajar, la cochinera con los cerdos y otra cuadra con una mula; estaba en el
corral, parada, sin más, oyendo cómo en una de las cuadras que las tías Pepa y
Mary utilizaban como lavadero ellas hablaban de cosas, y de gentes, o se reían
o estaban calladas lavando en la tina a mano, como se lavaba en los pueblos por
aquellos años.
Entonces entró
la tía Felipa en el corral — en realidad la tía Felipa era mi tía de verdad,
hermana aunque sólo por parte de padre de mi padre, que por eso su segundo
apellido era Sánchez de la Blanca mientras que el de mi padre era Jiménez; las
tías Pepa y Mary eran sus hijastras, hijas de su segundo marido, el tío José,
viudo con el que se había casado tras la muerte de su primer marido y del único
hijo que había tenido; yo las llamaba tía Mary y tía Pepa porque eran mucho
mayores que yo, más o menos de la edad de mis padres, pero no eran tías mías —
y vino hacia mí, y se paró un momento a mi lado, y en tono un poco cohibido (la
tía Felipa no tenía un carácter especialmente afable) dijo ha escrito tu padre
que se ha muerto doña Valentina.
O quizás dijo
que se ha muerto la maestra; porque había sido maestra de joven y por eso la
llamábamos también la maestra, aunque las personas que más trato tenían con
ella la solían llamar Valen, y, los vecinos de la calle Ibiza y el resto de las
personas que la conocían, doña Valentina.
Así que yo
sabía, sin tener que preguntar a nadie, que ella había muerto una mañana en que
hacía tiempo de verano, y hacía sol, y yo estaba en el corral de la casa de la
calle de la Pólvora de la tía Felipa en
Manzanares.
Así que cuando
encontré el sobrecito de luto con el recordatorio dentro no entendí nada. Valentina
había muerto en verano, cuando yo estaba en Manzanares, y Dionisia Luján — a
quien yo no conocía de nada pero cuyo recordatorio había estado durante medio
siglo en un libro de mi padre — había muerto el 10 de octubre de 1952, cuando
yo tenía no siete años como había supuesto siempre sino cuatro.
¿Pero por qué
si ambas se apellidaban igual, y ambas tenían un hermano que se llamaba Julio,
y ninguna de las dos tenía marido ni hijos (o en el caso de Dionisia habrían
figurado en el recordatorio), era el recordatorio de Dionisia el que había en
mi casa y por qué el nombre de Valentina, que según mi recuerdo habría muerto
tres años después, no figuraba entre los de los otros hermanos?
Y, bueno, así
quedó la cosa.
En cuanto al
hecho de que muriese en Zaragoza en vez de en Madrid no sentí ninguna
extrañeza. No sabía en realidad nada de su pasado, ni de su juventud, ni de su
historia, y bien podría ser que o fuese de allí, o tuviese allí familia, o… yo
que sé.
Y seguí
conservando el recordatorio pese a que unas cosas me cuadraban para que fuese
de ella y otras no; argumentándome que no es tan raro que las personas — y más
hace tantos años — tengan más de un nombre de pila y que por el que se las
conoce no sea el primero de los que figuran en su partida de nacimiento, o de
bautismo.
Nunca supe por
qué me quería tanto, ni por qué la quería yo tanto, ni por qué los recuerdos
más felices que conservo en la memoria de aquel periodo tan corto de mi vida
están todos relacionados con ella, y con su voz, y con sus gestos, y con su
figura delgada, esbelta y vestida de negro pero (recuerdo) siempre con una algo
así como esclavina blanca, de encaje o de puntillas o de algo así, siempre
alrededor del cuello y, también, aunque no tengo absoluta seguridad, diría
haberla visto alguna vez llevando un hábito no sé recordar si marrón o morado.
Se podría decir
que por lo que describo de su aspecto — ah, y llevaba gafas; y una melenita
corta, canosa y ondulada — debía de tener una apariencia bastante sobria. Y tal
vez fuese así, pero a los ojos de otros, no a mis ojos. Para mí ella y su
presencia siempre estaban vinculadas a la felicidad, a la luminosidad; no sé
por qué. Ni supe tampoco nunca porque me quería más que a las otras niñas que
nos juntábamos en aquella habitación con sillitas en la que había un armario
antiguo, de una sola puerta de espejo, oscuro y con columnas salomónicas a los
lados; y ella abría esa puerta y de una de las baldas adornadas con puntillas
blancas almidonadas sacaba una caja, de bombones, o de lenguas de gato o de
frutas confitadas, y nos daba a todas y luego la guardaba. Y cuando ya se
habían marchado todas las otras niñas y mis padres no habían pasado todavía a
recogerme de regreso del cine, volvía a abrir el armario y me daba más dulces,
entonces ya para mí sola. Y recuerdo que siempre me llamaba hermosa.
Y ella murió,
cuando yo tenía cuatro años o cuando tenía siete, y el tiempo siguió pasando y
también habían muerto ya mis padres, y la tía Felipa, y todos o muchos de los
más viejos de la familia Pacheco, de forma que no podía ya preguntar a nadie y,
otro día — puede parecer mucha coincidencia pero así fue y para qué además
contar una anécdota tan simple a nadie —, hojeando uno de aquellos libros
encuadernados en tela azul que habían sido de mi padre, cayó al suelo una
fotografía de cuando yo era niña.
Esta fotografía si la recordaba yo; tenía tan poquitas y todas de
estudio (de fotógrafo, quiero decir, que tenía que llevarte alguien a propósito
para que te la hiciesen) que alguna vez me había venido a la memoria aquella
foto con el vestido de cuadritos, o quizás pata de gallo, en rojo y blanco y yo
sentada sobre una mesa, con calcetines y zapatitos blancos; pero hacía
muchísimos años que había dejado de verla.
Al
recogerla del suelo le di la vuelta, y allí llevaba estampado un sello en el
que podía leerse
y,
arriba a la derecha, aunque muy desvaído y en el mismo tono violáceo
OCT 1952
Y eso, el que efectivamente yo
estuviese en Manzanares en octubre de 1952, me afianzó en mi idea de que la
persona del recordatorio aunque el nombre no coincidiese era ella. Pero como es
natural la seguridad absoluta no la puedo tener.
El caso, de cualquier modo, es
que esta página se llama así en memoria de aquella Valentina Luján de la que
tan casi nada supe, pero que tanto me quiso y a la que siempre recordaré.
Alicia Bermúdez
Y aquí, despues de la ensalada y debería escribir un yogur
de soja que para una vegetariana parece que queda más ecológico pero la verdad
es que me comí quince bombones de licor pero no voy a escribirlo porque a nadie
le importa; y con un cigarrillo encendido, que lo escribí así entendiendo que
queda más de mujer de mundo pero lo cierto y verdad es que no fumo aunque a
quién le importa, es donde me encontré con una tal Alicia, Bermúdez por más señas,
que debía de ser según se deduce la titular de por entonces y que la dedicó,
así como que en homenaje o algo así, a Valentina Luján.
Y me quedé ahí un rato, simplemente mirando y pensando, sin saber mucho qué hacer hasta que, no sé por qué, me dije oye, no sé, pero a mí me parece que me gustaría darle a esto un aire más no sé; como con más color, quiero decir, a lo mejor.
Lo de las telas de araña me gustaba, y me parecía bien conservarlas; pero quería darle a la página un aire como que más mío. Así que, todavía me acuerdo, como tenía las claves de acceso me dio así un pronto como que de repente y me dije, pues oye, ¿por qué no?
Y rellené los datos, el usuario y la contraseña, y después
de pinchar aquí y allá en varios sitios y de llegar a Administrar, hice
clic ahí y llegué a algo llamado website creator que me llevó a una
serie de secciones, o apartados, o como esas cosas que hay en las páginas web
se llamen y, ahí, me fui adonde vi Diseño.